Cebras
No hay fallo posible. Tampoco cabe la duda razonable. No hay resquicio para una interpretación distinta: si en su pueblo han mandado pintar los pasos de cebra, paisano, eso significa que las elecciones deben estar muy cerca. Eso es señal inequívoca de que las urnas deben estar a la vuelta de la esquina almanaquera. El que sea tonto que levante la mano. Los alcaldes saben que se la juegan, la plaza y la nómina, y ordenan a los operarios que den lustre a las marcas viales, a las líneas continuas con sus discontinuidades borradas por el olvido acumulado en los últimos cuatro años. Se mandan repintar los cedaelpaso, las flechas de giro a la derecha y a la izquierda (según la inclinación de cada candidato) y las de dirección obligatoria. Se cargan las brochas de argumentos de pintura para alertar de los estop y los aparcamientos en batería. Hay quien tira de azul minusválido para las áreas restringidas y de amarillo vedado para los estacionamientos de aprovechados y gorrones. El azul zonado se tiñe de celeste y las sanciones se suavizan para no cabrear, todavía más, al personal. Todo sea por nuestra seguridad, dicen. La cercanía de las elecciones le llena el rostro a las calles de cada pueblo, aldea, cortijada y casería (cada voto cuenta) de afeites, gloss para los labios de las aceras y ungüentos con melaninas asfálticas para tapar las huellas del tiempo.
Los baches son las arrugas de los pueblos viejos dejados por sus hijos gobernantes en la residencia de la mayoría suficiente. Rouge y rímel para ciudades que vuelven a ser visitadas, después de cuatro años de ausencia, por esos herederos que vuelven para vaciar corrales, llevarse parte de la ayuda del olivarcico, el aceite para el año o un pico de la pensión de los abuelos. Buena época para las cebras y mala, muy mala, para los ñúes que deberán pasar otro río Mara infestado de cocodrilos con dientes aguzados de mítines y promesas. Cartelería que ya cuelga de los muros reales y virtuales de los domicilios, reales y virtuales, de los contribuyentes. Ciudadanos a los que les repintan las orejas, camuflando con los colores de siempre, tonos sin tino y demás desatinos que se repintan, de nuevo, como las líneas divisorias entre los carriles de la carretera por la que, cada mes que pasa, salen más gente que la entra.